La mesa estaba hermosamente decorada. Pastelitos de colores, dulces y espumeantes brebajes en rededor de una enorme y apetitosa torta. Sonreí agradecida cuando acomodó la silla, y me senté con temerosa timidez. Insegura, como siempre. Recuerdo haberlo mirado directo a los ojos, durante largos segundos. El destello de esos ojos me perturbaba, me golpeaba como un mazo el estomago, y mi pecho se acariciaba con pequeños deditos, traviesos como su mirada, esa mirada que siempre guarda un secreto. Había algo más que un silencio entre las dos sillas. Y no puedo olvidar nada, ni si quiera los más ingratos momentos manchan aquellos recuerdos. Siguen de pié, como el primer bocado de naranja, o las fresas con chocolate tiñendo mi lengua. Mis yemas danzando sobre el mantel, las otras apretando fuerte la tela de mi vestido. El pequeño sobre escondido en mi bolsillo se consumía por el veneno, esa sustancia tan dañina que yo llevaba siempre conmigo. Intenté limpiarlo con mis dedos, y no me di cuenta cuando me los había llevado a la boca…
-¿Y? –preguntó con inquietud la Señora Mutis.
-No logré sacarle más de dos frases, Teresa. De verdad lo lamento… -dijo triste para luego abrazar a la mujer.
-¿Qué dijo?
-Lo siente… dice que fue su culpa, está consciente de ello.
“La cena estaba deliciosa, fue una sensación inefable, realmente no puedo describirla… perdón por arruinarla.”
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